Fuente: Democracia (Argentina)
Graciela Agnese es historiadora y se doctoró en la Universidad Católica Argentina con una tesis que tituló ‘Historia de la Fiebre Hemorrágica Argentina. Imaginario y espacio rural (1963-1990)’. La especialista reseñó con detalle los inicios de la enfermedad, las investigaciones y todo el trabajo de prevención, investigación y análisis que llevaron al desarrollo en 1990 de la vacuna Candid#1, que contribuyó al control de esta enfermedad. A continuación, algunos de los datos extraídos de su trabajo. “En 1943, pobladores de los alrededores de Nueve de Julio experimentaron síntomas de una gripe con fiebre muy alta que evolucionó con 60% de mortalidad, según los registros efectuados en el Hospital Zonal General de Agudos ‘Julio de Vedia’. Los lugareños denominaron a esta extraña dolencia simplemente como “la fiebre”. En general, los médicos locales catalogaron los casos como estados gripales, fiebre tifoidea, hepatitis, fiebre amarilla o encefalitis postgripal. Este primer brote conocido no tuvo trascendencia porque no llegó a los medios de Buenos Aires. A partir de este y otros episodios, concretamente desde 1953, en Junín y zonas adyacentes fueron observados y estudiados casos, se recopilaron datos clínicos y, en especial, de laboratorio de esta extraña y nueva dolencia que se conocería, científicamente, como fiebre hemorrágica argentina y, popularmente, como mal de los rastrojos, mal de Junín, o mal de O’Higgins. El Dr. Argentino Rodolfo Arribálzaga, quien se desempeñaba como jefe de la Sala de Infecciosos del Hospital Municipal ‘San Luis’ de Bragado, en una comunicación en El Día Médico del 16 de junio de 1955, realizó la primera descripción científica de esta enfermedad. En sus conclusiones expresaba: “Es muy posible que nos encontremos frente a una afección epidémica distinta de las conocidas, producida por un agente etiológico diferente a los estudiados hasta la fecha (…) Por las dificultades de su aislamiento, por su resistencia a los antibióticos, por la aparición hacia el otoño, produce clínicamente la impresión de que nos encontramos frente a un virus”. Los brotes epidémicos se reiteraron en el bienio 1956/57. A principios de 1958, en la misma zona, con epicentro en O’Higgins , se desarrolló la epidemia más grave hasta ese momento. El brote abarcó los partidos de Alberti, Bragado, Chacabuco, General Viamonte, Junín, Nueve de Julio y Rojas, comprendiendo una superficie total de 16.000 km² y una población de más de 260.000 habitantes, con un alto índice de mortalidad que alcanzó a 20%. La mayor incidencia de la enfermedad se verificó en trabajadores rurales, en su mayoría recolectores manuales de maíz. A raíz del grave brote en O’Higgins, un poblador de la localidad, alarmado, escribió al diario La Razón, el cual anunció el 5 de junio de 1958 al país y al mundo que “una rara enfermedad alarma a la modesta población de O’Higgins, que en poco tiempo provocó cinco muertos”. Este fue el primero de una serie de artículos que describían el pánico de la población, los padecimientos de los afectados y las dolorosas vivencias de familiares de las víctimas, que sumado a artículos de otros periódicos nacionales como La Nación o La Prensa fueron un factor de presión para que las autoridades se ocuparan de este problema. Acababa de asumir como presidente Arturo Frondizi, quien contaba con un gabinete preocupado por la ciencia. Durante su gobierno hubo investigadores interesados en el estudio de lo que intuían era una nueva enfermedad: los doctores Armando Santiago Parodi e Ignacio Pirovsky, por ese entonces director del Instituto ‘Dr. Carlos Gregorio Malbrán’; Julio Guido Barrera Oro, la Dra. Mercedes Crescencia Weissenbacher, quien fuera la segunda mujer incorporada a la Academia Nacional de Medicina, y en el sur de Córdoba, la Dra. Marta Susana Sabattini, entre otros. Una investigación que comenzó en Junín Ante la reiteración de los brotes epidémicos, médicos, enfermeras y farmacéuticos no tuvieron tregua. Se ocupaban de los pacientes sin dejar de levantar las historias clínicas con minuciosidad, material que resultaría fundamental en el trabajo de los investigadores. Atendían a los enfermos en sus domicilios o en la pequeña sala de primeros auxilios del pueblo. Algunos no contaban con personal auxiliar, de manera que con sus autos particulares buscaban a los afectados en el campo y los trasladaban, mientras que sus esposas oficiaban de enfermeras. Durante la epidemia de 1958, una vez colmada la capacidad de las salas o de los hospitales, habilitaron, como espacios de internación, las fondas de los pueblos o atendieron gratuitamente en sanatorios de su propiedad. Paralelamente, ante el número de enfermos y, debido a la gravedad de la mayoría de los casos, los pacientes comenzaron a ser derivados a Junín, por contar con un Hospital Regional. El 8 de junio de 1958, bajo iniciativa del Círculo Médico de Junín, y por decisión del Dr. Rodolfo Weskamp Irigoyen, director del Hospital Interzonal General de Agudos ‘Dr. Abraham Félix Piñeyro’ de Junín, se habilitó una sala especial destinada a la investigación y tratamiento, que se convertiría en el Centro de Investigación y Tratamiento de la Fiebre Hemorrágica Argentina en el que se desempeñaron, bajo la dirección del Dr. Héctor Armando Ruggiero, los doctores Alberto Cintora y Clemente Magnoni, a cargo del pabellón de emergencia, Fernando Pérez Izquierdo, integrante del cuerpo médico, y el bioquímico Héctor Antonio Milani, jefe de laboratorio. Este Centro fue el organismo de mayor envergadura abocado, especialmente, al tratamiento de los enfermos y a la prevención durante el período 1958-1962. En las postrimerías del brote epidémico de 1958, Cintora y Magnoni ensayaron un tratamiento con suero de convalecientes, al que usaron en forma similar a la que se prescribía en otras enfermedades infecciosas, observando que los enfermos mejoraban notablemente. Pensaron que la transfusión de plasma de convalecientes podía ser aún de mejores resultados. Así, en 1959, el Centro de Investigación y Tratamiento de Junín comenzó a utilizar en forma empírica plasma inmune, hoy tratamiento específico para la virosis. El método fue difundido en toda la zona afectada por los miembros del equipo, en mesas redondas, conferencias, jornadas y congresos. Los médicos lugareños, además, fueron fundamentales en el diagnóstico. En este sentido, desarrollaron el denominado ‘ojo clínico’, llegando a diagnosticar fácilmente esta enfermedad aún en sus fases más precoces. La prevención se implementó a través de la interacción entre los facultativos de la zona y la gente de campo, con la colaboración de las municipalidades, cooperativas agrarias y las escuelas. Los médicos del Centro de Junín realizaban visitas a los campos, distribuían afiches en los distintos pueblos, en estaciones ferroviarias y almacenes de campaña, y recurrían a la divulgación a través de charlas en escuelas, cines, clubes, con los periódicos y radios locales, insistiendo, fundamentalmente, en la consulta médica ante el primer síntoma. En 1962/63, en el noroeste bonaerense, esta conducta preventiva estaba muy incorporada. Este comportamiento y el hallazgo del tratamiento específico permitieron salvar muchas vidas. Ya en 1959 el índice de letalidad de 20% descendió a 6,36%. Estos profesionales, conocidos como médicos rurales, realizaron el fundamental aporte del hallazgo del tratamiento específico, el plasma de convaleciente. Se destacaron en su capacidad de diagnosticar la enfermedad desde las primeras fases. Y, desempeñaron un rol de importancia en la prevención al lograr la concienciación de la gente de campo sobre la necesidad de adopción de las medidas preventivas, por ellos difundidas, fundamentalmente la inmediata consulta con el médico ante los primeros síntomas. Ya desde 1958, la aparición de afectados en un mismo pueblo que vivían o trabajaban en ámbitos distantes entre sí y la ausencia de varios enfermos en una misma familia, determinaron que no existiera el temor al contagio, lo que derivó en el no aislamiento del enfermo. La solidaridad, muy frecuente y arraigada en poblaciones pequeñas como las afectadas, se manifestó constantemente durante las epidemias para con los enfermos, sus familias y en la donación de plasma de convaleciente, tratamiento específico de la enfermedad. En un comienzo nada se sabía del reservorio del virus. Este pudo ser identificado por los aportes de la Dra. Marta Sabbattini. Por lo general, en el rastrojo del maíz se encontraban los nidos de las lauchas que transmiten esta enfermedad. El peón, en alpargatas, se lastimaba con la chala del choclo y se infectaba al pisar los rastrojos y entrar en contacto con la orina o la saliva del roedor. La enfermedad apareció en Pergamino en 1964. En 1965 regresa el Dr. Julio Isidro Maiztegui de Estados Unidos y, en Buenos Aires, toma contacto con los equipos que investigaban la enfermedad y sugiere crear un centro de investigación en la zona de la epidemia. Se traslada a Pergamino y presiona hasta lograr que se cree un Centro de Investigaciones Aplicadas. Maiztegui comienza a enviarle muestras de sangre de sus pacientes a Barrera Oro, al Instituto Malbrán, para poder corroborar si las muestras denunciaban la presencia de la enfermedad. Al tiempo que Maiztegui va expandiendo su accionar, Argentina en 1968 rubrica un convenio con la Organización Panamericana de Salud y con el gobierno de Estados Unidos que posibilita que un investigador argentino se traslade a ese país a intentar sintetizar la vacuna. Como se estaba en presencia de un virus muy agresivo, se necesitaba un laboratorio que contara con todas las medidas de seguridad necesarias. Viaja Barrera Oro y estando en Maryland, en 1990, se logra la vacuna, la que demuestra ser más efectiva que la del sarampión y es inocua. Uno de los primeros brazos en los que se puso la vacuna fue el de Maiztegui y el de los vecinos voluntarios que confiaban en su médico. En el sur de la provincia de Santa Fe se consiguieron 6.000 voluntarios para poder corroborar su eficacia e inocuidad”.