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miércoles, 5 de julio de 2017

EL “ESCUCHATORIO” EN LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE

La necesidad ética del “otro”. El valor de la narrativa.
Dr. Francisco “Paco” Maglio

Decía Lain Entralgo que la relación médico-paciente es el encuentro entre dos menesterosos, dos necesitados, uno que quiere curar y otro que quiere que lo curen.
Enfocada esta relación solamente en la necesidad del “curar” obviando el “cuidar” (socráticamente la “tekné” y el “medeos” respectivamente), resulta alienante tanto para el médico como para el paciente.
La relación médico paciente se “tecnologiza” y se “despersonaliza”, por eso es alienante, desparece el “otro” como persona.
Para el paciente, el médico es un técnico con guardapolvo que extiende recetas y para el médico, el enfermo es un “libro de texto”, con signos y síntomas que hay que interpretar y codificar.
En este tipo de relación médico-paciente desaparece la “otredad” humanizada, son dos “yoidades” despersonalizadas, un (des)encuentro. Desaparece aquel concepto de enfermo de Miguel de Unamuno: “Un ser humano de carne y hueso que sufre, piensa, ama y sueña”. Esta despersonalización lleva al desgaste, al desánimo y a la desesperanza, tríada característica del burnout.
Esta “medicina basada en la evidencia”, en la que el paciente es un dato estadístico y el médico un administrador, más allá de su eventual valor técnico-científico, la debemos “desalienar” con una “medicina basada en la narrativa”, que no se opone a la visión médico-técnica sino que la enriquece con la visión desde el paciente.
Medicina Basada en la Narrativa
La medicina basada en la narrativa consiste básicamente en las subjetividades dolientes (más que en las objetividades medibles), esto es, lo que el enfermo siente qué es su enfermedad, la representación de su padecimiento, la experiencia social de lo vivido humano como enfermo.
A un adolescente con granos en la cara le decimos: “vos tenés acné”, pero él siente vergüenza.
Cuando le decimos a un paciente, “vos tenés sida”, el siente discriminación.
Para la medicina basada en la narrativa, más que en el interrogatorio se necesita un “escuchatorio”, más que un “dígame” y un oír es un “cuénteme” y escuchar.
Un aforismo hipocrático ya lo manifestaba hace 2.500 años: “Muchos pacientes se curan con la satisfacción que le produce un médico que los escucha”.
Con la medicina basada en la narrativa podemos desentrañar el verdadero proyecto de vida del paciente y esto es trascendental porque constituye el “motor” para vivir tanto en la salud como en la enfermedad.
En palabras de Nietzsche: “Cuando se tiene un por qué vivir, se asume cualquier cómo vivir”.
La medicina basada en la narrativa es un modelo explicatorio: es la búsqueda del sentido del sufrimiento, porque como explica Spinoza: “Cuando tenemos una idea clara de por qué sufrimos, dejamos de sufrir, sigue el dolor pero es un dolor puramente físico, para el cual tenemos analgésicos, pero el sufrimiento como dolor total desaparece”.
La narrativa es “invisible” a la biología, se “visibiliza” en la biografía, de esta manera convierte “el caso” en una historia de vida.
La narrativa en sí misma es terapéutica no sólo para el paciente sino también para el médico, porque al “re-personalizar” esa relación la “desalieniza”, vuelven a ser dos personas, dos seres humanos en un encuentro de “inter-fecundidad”.
Es la “yoidad” a través de la “otredad”. Como decía Levinas: “Yo no soy el otro, pero necesito al otro para ser yo”.
Ya no serán “médico-robot” y “enfermo-robot”, sino médico-persona y enfermo-persona.
Renacerá el ánimo y la esperanza, desaparecerá el desgaste y en consecuencia también el burnout.
Pacientes y médicos se sentirán útiles entre sí: la relación médico-paciente será una relación solidaria y “desmedicalizante”.
Al sentirse kantianamente personas, tendrán dignidad y no precio, serán sujetos y no objetos, se convertirán en fines en sí mismos y no en medios.
Algunas experiencias personales con la medicina basada en la narrativa
“Me siento leproso”
Un paciente afectado de estafilodermia psoriasiforme (el enfermo tiene profusión de escamas en todo el cuerpo) era rechazado (debido a su aspecto) por familiares y amigos. Al preguntarle cómo se siente, dijo: “Me siento leproso”. Esa era la experiencia social de su padecimiento, más allá de lo biológico.
Al conocer esa narrativa me expliqué por qué la cortisona (medicación electiva) que estaba tomando hacia un mes, no surtía efecto.
Una persona desafectivizada, excluida, es un inmunodeprimido (la psicoinmunología lo ha demostrado) y con la cortisona se estaba deprimiendo más.
Hablé con la familia y los amigos y les expliqué que hasta que no volvieran a comportarse con él como antes, con afecto y respeto, sobreponiéndose a la impresión de su aspecto, no se iba a curar. Así lo entendieron y actuaron.
A los diez días se había curado, manteniendo la cortisona. A la eficacia biológica se había agregado la eficacia simbólica, que la psicoinmunología ha demostrado que actúa por los mismos intermediarios inmuno citoquímicos; no es simplemente sugestión.
“Me toma el pulso”
En una oportunidad una viejita (el diminutivo es cariñoso) me pidió que le tomara el pulso. Miré el cardioscopio y sin acceder a su pedido, le dije: “tranquila abuela, tiene 80, está muy bien”. Pero me seguía pidiendo que le tomara el pulso y ante su insistencia le pregunto por qué, ya que la máquina era muy confiable y me contestó: “es que aquí nadie me toca”. La palpábamos pero no la tocábamos.
Razón tenía Benjamin cuando dijo: “En los hospitales hay gente que se muere con hambre de piel”. En nosotros está saciarla.
Los proyectos de vida son fundamentales, a tal punto, que podemos afirmar que más allá del comienzo biológico de la enfermedad (el día que aparecen los primeros síntomas), en sentido antropológico nos enfrentamos el día en que debido a esos síntomas, se ve interrumpido nuestro proyecto de vida. Por el contrario, empezamos a “sanarnos” el día en que a pesar de esos síntomas podamos reiniciar dicho proyecto.
Relataré algunas experiencias que avalan estas posturas.
“Eto non é vita”
Don Antonio (italiano, 75 años) era un hombre sano, pero a requerimiento de su familia le hago un “chequeo”. Dada su edad los valores de laboratorio estaban un poco por encima de los normales, nada significativo.
Como médico recién recibido y con poca experiencia, le indico un estricto “régimen higiénico-dietético” dentro del cual estaba la prohibición absoluta del alcohol.
A la semana, la familia me llama porque Don Antonio estaba enfermo y al revisarlo, realmente no estaba bien: hipotenso, adinámico, asténico. Cuando le pregunto cómo se sentía, me dice en un enternecedor cocoliche: “Eto non é vita”. Como no le encontraba explicación, le pregunto a la familia si en esa semana había pasado algo que lo pusiera mal. Me dicen que desde que le instalé ese régimen no salía. ¿Y a dónde salía? pregunté. Me explicaron que todos los días invariablemente iba al bar de la esquina a tomar un “vermutino” con unos amigos veteranos de la guerra en Abisinia.
Entonces comprendí: ese “vermutino” con los amigos era su proyecto de vida y al desconocerlo, mi prescripción se había convertido en una “proscripción”.
Fue suficiente que volviera a esas salidas para que desaparecieran los antes mencionados síntomas.
“Ese es mi proyecto de vida”

A veces los proyectos de vida no son tan obvios y se necesita profundizar en la narrativa. Una buena estrategia es pedirle al paciente que nos relate un día habitual de su vida cuando estaba sano.
Un pastor protestante estaba en una unidad coronaria por un infarto agudo de miocardio, con un angor inestable, asociación de gravísimo pronóstico.
En el relato a que nos referimos manifiesta lo siguiente: “Me levanto muy temprano, rezo, estudio, ordeno el templo (hablaba muy nervioso y angustiado, lo que se reflejaba en el cardioscopio por su gran inestabilidad eléctrica), y por la tarde vienen unos feligreses con los que tenemos un grupo de reflexión (a esta altura del relato se va calmando, no estaba tan nervioso, lo que se refleja también en el trazado electrocardiográfico), y si viera, doctor, qué bien nos hacemos, yo a ellos y ellos a mí, pero ahora vaya a saber dónde están y yo aquí rodeado de tubos y aparatos” (vuelve a ponerse nervioso y también su corelato en el cardioscopio). Le pregunto si ese grupo de reflexión era muy importante para él y después de pensar un poco me dice: “Ahora que no lo puedo hacer, me doy cuenta que ese es mi proyecto de vida”.
Se localizó a ese grupo y dos veces por día, media hora, concurrían a la unidad coronaria y restablecieron aquel contacto. A los tres días seguía el infarto pero había desparecido el angor inestable: se había reintegrado a su proyecto de vida.
“No me dejen morir”
Teresita era una joven que a la mañana siguiente de su fiesta de 15 años amanece con una cuadriplejía por una polio-mielitis. Estuvo once años en un pulmotor moviendo nada más que la cabeza.
Nunca en mi vida profesional conocí a alguien tan aferrado a la vida. Había aprendido a dibujar con la boca y hacía tarjetas de Navidad que las mandaba al Hospital de Niños: era su proyecto de vida.
Un día se complica con un cuadro abdominal agudo por una apendicitis. En esa época no existían los respiradores modernos que permiten que el paciente esté afuera del aparato; en el pulmotor estaba adentro y para revisar al enfermo se le ponía una campana con aire a presión cubriendo la cabeza. Este procedimiento permitía abrir el pulmotor pero por un lapso de no más de 15 a 20 minutos.
En esta situación la revisamos comprobando el abdomen agudo y ante la imposibilidad de la cirugía (dado el escasísimo tiempo disponible) cruzamos nuestras miradas como diciendo: “Dios se apiadó de ella”. Cuando sacamos la campana y volvimos a poner a Teresita dentro del pulmotor me dijo (como adivinando nuestro pensamiento): “Paco, háganme todo, hasta lo imposible, pero no me dejen morir, mirá que los chicos del Hospital de Niños esperan mis tarjetas”.
Ante ese pedido, un cirujano, uno de los más brillantes que he conocido, se animó y la operó fuera del pulmotor (dentro era imposible) con la mencionada campana. La operación duró exactamente 12 minutos y Teresita vivió 7 años más, mandando sus tarjetas al Hospital de Niños.
“Doctor, ¿me puede abrazar?”
Tenía que dar la tristísima noticia a una mamá que su hijito de 7 años con un sida terminal (post-transfusional, al comienzo de la epidemia), se iba a morir. Dije la consabida frase: “Ya no hay nada que hacer”. A lo que la mamá me contestó: “Sí hay por hacer”. “¿Qué puedo hacer?” le pregunté, y con lágrimas en los ojos me dijo: “Doctor, ¿me puede abrazar?”.
Nunca volví a decir “no hay nada que hacer”, sino “ya no hay nada que tratar, como médico ya no puedo hacer nada, pero como persona, ¿puedo hacer algo por usted?”. Y siempre se puede hacer algo. Cuando ya no hay “tekné”, siempre hay “medeos”.
Estamos (mal)acostumbrados a decidir por el paciente, pensando que nuestras decisiones son las mejores, pero éstas pertenecen siempre al enfermo y no a nosotros, por mejor intencionados que estemos.
Ante un paciente terminal, frecuentemente (y muchas veces a pedido de la familia) aumentamos la dosis de sedantes para que no sufra, para que “no se dé cuenta”. Pero, ¿siempre, es así? En muchas ocasiones debemos tener el coraje (porque no es fácil) de avisarle al enfermo de sus últimos momentos.
En la Edad Media la gente elegía a un amigo que tenía la obligación de anunciarle su final. Le llamaban el nuncius mortis.
¿Por qué debemos proceder así? Porque la inminencia de la muerte es el momento reflexivo más trascendente de la vida, el momento de las grandes decisiones, y no me refiero solamente a las testamentarias sino, más importante aún, a las afectivas. En mi experiencia de años en terapia intensiva fueron muchos los pacientes que me decían: “Cuando llegue el momento, no quiero sufrir, pero quiero estar lúcido”.
Relataré algunas de ellas:
“Llamen a un juez”
Un paciente en esas condiciones pidió: “Llamen a un juez”. Vivía en concubinato hacía 10 años. Llegó el juez, llamó a su concubina y… ¡se casó!!!! Me dijo: “Recién ahora me atrevo”. Falleció al día siguiente.
“Doctor, llame a este teléfono”
En similares circunstancias, un paciente me dio un número de teléfono y me pidió que llamara, y a la persona que atendiera le dijera que él estaba internado y quería verlo.
Cumplí su deseo, y al rato llegó un señor corriendo, preguntando dónde estaba el paciente. Fue a su cama, quedó in-móvil unos segundos, se entrelazaron en un estremecedor abrazo y lloraron un largo rato. Cuando se fue, el paciente me llamó y me dijo: “Doctor, gracias por la gauchada de llamar por teléfono. El que se fue es mi hermano. Hace 15 años lo eché de mi casa, lo eché mal, yo tenía la culpa. Nunca tuve el coraje de pedirle perdón. Ahora que sé que voy a morir, recién ahora me atreví a pedirle perdón y me perdonó”.
Tuvo un gesto que nunca voy a olvidar. Me tomó las manos y me dijo: “Gracias por dejarme morir en paz”.
Volví a la mañana siguiente, se había muerto la noche anterior.
Le pregunto a la enfermera de ese turno (para no inducirle la respuesta): “Vos estuviste cuando se murió ese enfermo, ¿notaste algo diferente?”. Me respondió: “Mira, Paco, en años de terapia intensiva nunca vi morir a alguien con tanta paz. Aún muerto parecía que estaba sonriendo”.
En conclusión, y volviendo a las fuentes, uno de los aforismos de Hipócrates lo revela con claridad meridiana: “Muchos enfermos se curan solamente con la satisfacción de un médico que los escucha”, (se adelantó 2.500 años a Freud).
Dentro de una formación biologicista-positivista, nos enseñan en la Facultad de Medicina a interrogar y no a escuchar.
Con el interrogatorio estamos al lado del enfermo, pero con el “escuchatorio” estamos del lado del enfermo.
Ni más ni menos es la narrativa y lo más importante es que es terapéutica.