IV ¿Un ancestro hipertermófilo?
Un árbol evolutivo sin raíz, como el que resulta de la comparación de las secuencias de ribonucleótidos de los ARNr 16/18S, no permite ni deducir el orden temporal en que han ocurrido los cambios evolutivos, ni cual de los tres linajes es el más antiguo. Estas preguntas pueden encontrar respuesta si se encuentra un organismo adicional que, por no pertenecer a ninguno de los tres linajes, se constituya en un grupo externo que permita deducir la polaridad de los procesos evolutivos. Sin embargo, todos los organismos conocidos pertenecen a alguno de los tres grandes reinos primarios, como los llamaron Woese y Fox, por lo cual no es posible establecer comparaciones con grupos externos.
La solución a éste problema estaba disponible desde hace unos cuarenta años, cuando Margaret Dayhoff hizo notar que un árbol de genes se puede enraizar con sus homólogos siempre y cuando las secuencias que lo componen sean un subconjunto que haya resultado de una duplicación génica que haya tenido lugar antes de la divergencia de los componentes del árbol. Es decir, mientras que hay genes, a los que llamamos ortólogos, que han ido divergiendo como resultado de los procesos de especiación de los organismos que los portan (como ocurre, por ejemplo, con el citocromo C), otros más, llamados parálogos, divergen luego de una duplicación de genes que no coincide con un evento de especiación. Debido a que los genes del 16/18S ARN ribosomal son ortólogos, ninguno de ellos sirve como grupo externo para enraizar un árbol construídos con éstas secuencias. (En realidad, se conoce una excepción, los plasmodia, eucariontes unicelulares patógenos, pero la similitud entre las secuencias es tal que no permite resolver en detalle la posición de la raíz del árbol).
Sin embargo, hace más de diez años dos grupos de investigadores, uno estadounidense (Gogarten et al., 1989) y otro japonés (Iwabe et al., 1989) se percataron de manera independiente y simultánea que existían dos conjuntos de genes parálogos que eran el resultado de un proceso de duplicación y divergencia que se habían dado antes de la separación del cenancestro en los tres grandes linajes. Estos genes parálogos son, por una parte, los de las dos subunidades hidrofílicas (α y β) de las ATPasas, que fueron estudiadas por Gogarten et al., y por otra los dos factores de elongación (EF-Tu y EF-G), que participan en la síntesis de proteínas y que fueron analizados por el grupo de Iwabe et al. (1989). Los árboles construídos con los dos tipos de secuencias de las ATPasas mostraban que las arqueobacterias y los eucariontes eran grupos hermanos, y lo mismo ocurre con las filogenias construídas con los factores de elongación. La consistencia entre ambos árboles permitía concluir que de los tres linajes celulares las bacterias eran el grupo más antiguo, mientras que los eucariontes y las arqueobacterias formaban una rama que mostraba su cercanía filogenética (Figura 5).
Estos resultados, que corroboraban la relación entre el nucleocitoplasma, eucariontes y las arqueobacetrias que Zillig y otros habían propuesto desde tiempo atrás, parecieron resolver el problema de la naturaleza del cenancestro: se trataba, claramente, de una eubacteria. Sin embargo, la disponibilidad de los árboles enraizados inauguró dos controversias igualmente estridentes sobre la evolución celular que persisten hasta nuestros días. Uno de estos debates tiene que ver con las grandes categorías taxonómicas en las que podemos agrupar a los seres vivos: si bien es cierto que la teoría endosimbiótica sobre el origen de los eucariontes permite reconstruir sin problema las fronteras que separan a los cinco grandes reinos de la vida según el esquema que propuso Whittaker y desarrollaron Margulis y Schwartz (1985), no era fácil conciliar esta visión de la biósfera con el esquema de los tres linajes celulares que se deduce del estudio del ARNr 16/18S. Al aceptar el enraizamiento del árbol universal, Woese, Khandler y Wheelis (1990) decidieron abandonar las taxonomías tradicionales y adoptar una visión nueva que separaba a los seres vivos en tres grandes dominios: las Archaea (las arqueobacterias), las Bacteria (formado por las eubacterias), y los Eucarya (constituído por todos los organismos con células nucleadas). El trabajo de Woese, Kandler y Wheelis fue de inmediato rechazado por Lynn Margulis, Ernst Mayr y otros evolucionistas y taxónomos, que señalaron no solamente su caracter reduccionista, sino también las dificultades para conciliar esta visión de la biósfera con el transporte horizontal de genes, la nomenclatura tradicional, y los niveles de organización biológica que hacen de una célula eucarionte, por ejemplo, un sistema mucho más complejo que un procarionte.
El otro gran debate abierto por el enraizamiento del árbol del ARNr muy pronto se extendió a los estudios sobre el origen de la vida misma. Si bien es cierto que ya Woese y algunos de sus colaboradores habían señalado que en las filogenias del ARNr 16/18S los organismos termófilos e hipertermófilos se colocaban en la parte inferior de las ramas de las eubacterias y las arqueobacterias, la posición basal de los hipertermófilos se hizo perfectamente evidente en el árbol propuesto por Gogarten, Iwabe y sus colegas (Figura 5). La interpretación más sencilla (pero no necesariamente correcta) de la distribución filogenética de los hipertermófilos era que el cenancestro también había sido uno de ellos. Más aún, la extrapolación del estilo de vida hipertermófilo a lo largo del tronco del árbol ha llevado a algunos a afirmar que el origen de la vida mismo debe haber tenido lugar en ambientes extremos como los que existen en las chimeneas submarinas o en la cercanía de los volcanes.
Sin embargo, existen interpretaciones alternativas: en primer lugar, aunque no tenemos evidencia alguna del ambiente en el que surgió la vida, es evidente que en un ambiente caliente los compuestos orgánicos que eventualmente dieron origen a los primeros seres vivos hubieran tenido vidas medias muy cortas; en segundo lugar, los hipertermófilos son organismos antiguos, no primitivos; es decir, a nivel molecular sus procesos esenciales son básicamente los mismos que los de los mesófilos, lo que abre la posibilidad de que la hipertermofilia sea una adaptación secundaria. Y, por último, no hay que olvidar que mientras que las filogenias moleculares están basadas en secuencias de aminoácidos o nucleótidos, los primeros seres vivos seguramente carecían de proteínas, ribosomas, y de muchas más de las estructuras cuyos componentes macromoleculares aparecieron en el curso de la evolución biológica; es decir, son productos de un regimen evolutivo en el que operan mecanismos darwinistas totalmente distintos a los que operarían en el mundo fisicoquímico de las moléculas sintetizadas abióticamente, en donde la persistencia (o no) de los compuestos depende únicamente de su estabilidad (Miller y Lazcano, 1995).
Uno de los argumentos más sólidos en contra de la naturaleza hipertermófilica del último ancestro común, empero, proviene de un modelo de evolución molecular desarrollado por Nicolas Galtier y sus colegas de las universidades de Montpellier y de Lyon. Aunque todas las filogenias moleculares están construídas con algoritmos que suponen que la probabilidad de substitución de los nucleótidos es esencialmente la misma, Galtier y sus colaborados hicieron uso de análisis estadísticos muchos más refinados y supusieron un proceso en donde en cada rama de cada linaje las substituciones son variables. Por otra parte, este grupo francés ya se había percatado de que el ARNr de los hipertermófilos es mucho más rico en enlaces G:C, que forman tres puentes de hidrógeno, que en el parejas A:U, en donde sólo hay dos puentes de hidrógeno. Al analizar sus bases de datos extrapolando al pasado con su modelo de substitución de ribonucleótidos, pudieron reconstruir una secuencia ancestral de ARNr 16S para el último ancestro común que tenía valores de G:C típicamente mesófilos.
Un árbol evolutivo sin raíz, como el que resulta de la comparación de las secuencias de ribonucleótidos de los ARNr 16/18S, no permite ni deducir el orden temporal en que han ocurrido los cambios evolutivos, ni cual de los tres linajes es el más antiguo. Estas preguntas pueden encontrar respuesta si se encuentra un organismo adicional que, por no pertenecer a ninguno de los tres linajes, se constituya en un grupo externo que permita deducir la polaridad de los procesos evolutivos. Sin embargo, todos los organismos conocidos pertenecen a alguno de los tres grandes reinos primarios, como los llamaron Woese y Fox, por lo cual no es posible establecer comparaciones con grupos externos.
La solución a éste problema estaba disponible desde hace unos cuarenta años, cuando Margaret Dayhoff hizo notar que un árbol de genes se puede enraizar con sus homólogos siempre y cuando las secuencias que lo componen sean un subconjunto que haya resultado de una duplicación génica que haya tenido lugar antes de la divergencia de los componentes del árbol. Es decir, mientras que hay genes, a los que llamamos ortólogos, que han ido divergiendo como resultado de los procesos de especiación de los organismos que los portan (como ocurre, por ejemplo, con el citocromo C), otros más, llamados parálogos, divergen luego de una duplicación de genes que no coincide con un evento de especiación. Debido a que los genes del 16/18S ARN ribosomal son ortólogos, ninguno de ellos sirve como grupo externo para enraizar un árbol construídos con éstas secuencias. (En realidad, se conoce una excepción, los plasmodia, eucariontes unicelulares patógenos, pero la similitud entre las secuencias es tal que no permite resolver en detalle la posición de la raíz del árbol).
Sin embargo, hace más de diez años dos grupos de investigadores, uno estadounidense (Gogarten et al., 1989) y otro japonés (Iwabe et al., 1989) se percataron de manera independiente y simultánea que existían dos conjuntos de genes parálogos que eran el resultado de un proceso de duplicación y divergencia que se habían dado antes de la separación del cenancestro en los tres grandes linajes. Estos genes parálogos son, por una parte, los de las dos subunidades hidrofílicas (α y β) de las ATPasas, que fueron estudiadas por Gogarten et al., y por otra los dos factores de elongación (EF-Tu y EF-G), que participan en la síntesis de proteínas y que fueron analizados por el grupo de Iwabe et al. (1989). Los árboles construídos con los dos tipos de secuencias de las ATPasas mostraban que las arqueobacterias y los eucariontes eran grupos hermanos, y lo mismo ocurre con las filogenias construídas con los factores de elongación. La consistencia entre ambos árboles permitía concluir que de los tres linajes celulares las bacterias eran el grupo más antiguo, mientras que los eucariontes y las arqueobacterias formaban una rama que mostraba su cercanía filogenética (Figura 5).
Estos resultados, que corroboraban la relación entre el nucleocitoplasma, eucariontes y las arqueobacetrias que Zillig y otros habían propuesto desde tiempo atrás, parecieron resolver el problema de la naturaleza del cenancestro: se trataba, claramente, de una eubacteria. Sin embargo, la disponibilidad de los árboles enraizados inauguró dos controversias igualmente estridentes sobre la evolución celular que persisten hasta nuestros días. Uno de estos debates tiene que ver con las grandes categorías taxonómicas en las que podemos agrupar a los seres vivos: si bien es cierto que la teoría endosimbiótica sobre el origen de los eucariontes permite reconstruir sin problema las fronteras que separan a los cinco grandes reinos de la vida según el esquema que propuso Whittaker y desarrollaron Margulis y Schwartz (1985), no era fácil conciliar esta visión de la biósfera con el esquema de los tres linajes celulares que se deduce del estudio del ARNr 16/18S. Al aceptar el enraizamiento del árbol universal, Woese, Khandler y Wheelis (1990) decidieron abandonar las taxonomías tradicionales y adoptar una visión nueva que separaba a los seres vivos en tres grandes dominios: las Archaea (las arqueobacterias), las Bacteria (formado por las eubacterias), y los Eucarya (constituído por todos los organismos con células nucleadas). El trabajo de Woese, Kandler y Wheelis fue de inmediato rechazado por Lynn Margulis, Ernst Mayr y otros evolucionistas y taxónomos, que señalaron no solamente su caracter reduccionista, sino también las dificultades para conciliar esta visión de la biósfera con el transporte horizontal de genes, la nomenclatura tradicional, y los niveles de organización biológica que hacen de una célula eucarionte, por ejemplo, un sistema mucho más complejo que un procarionte.
El otro gran debate abierto por el enraizamiento del árbol del ARNr muy pronto se extendió a los estudios sobre el origen de la vida misma. Si bien es cierto que ya Woese y algunos de sus colaboradores habían señalado que en las filogenias del ARNr 16/18S los organismos termófilos e hipertermófilos se colocaban en la parte inferior de las ramas de las eubacterias y las arqueobacterias, la posición basal de los hipertermófilos se hizo perfectamente evidente en el árbol propuesto por Gogarten, Iwabe y sus colegas (Figura 5). La interpretación más sencilla (pero no necesariamente correcta) de la distribución filogenética de los hipertermófilos era que el cenancestro también había sido uno de ellos. Más aún, la extrapolación del estilo de vida hipertermófilo a lo largo del tronco del árbol ha llevado a algunos a afirmar que el origen de la vida mismo debe haber tenido lugar en ambientes extremos como los que existen en las chimeneas submarinas o en la cercanía de los volcanes.
Sin embargo, existen interpretaciones alternativas: en primer lugar, aunque no tenemos evidencia alguna del ambiente en el que surgió la vida, es evidente que en un ambiente caliente los compuestos orgánicos que eventualmente dieron origen a los primeros seres vivos hubieran tenido vidas medias muy cortas; en segundo lugar, los hipertermófilos son organismos antiguos, no primitivos; es decir, a nivel molecular sus procesos esenciales son básicamente los mismos que los de los mesófilos, lo que abre la posibilidad de que la hipertermofilia sea una adaptación secundaria. Y, por último, no hay que olvidar que mientras que las filogenias moleculares están basadas en secuencias de aminoácidos o nucleótidos, los primeros seres vivos seguramente carecían de proteínas, ribosomas, y de muchas más de las estructuras cuyos componentes macromoleculares aparecieron en el curso de la evolución biológica; es decir, son productos de un regimen evolutivo en el que operan mecanismos darwinistas totalmente distintos a los que operarían en el mundo fisicoquímico de las moléculas sintetizadas abióticamente, en donde la persistencia (o no) de los compuestos depende únicamente de su estabilidad (Miller y Lazcano, 1995).
Uno de los argumentos más sólidos en contra de la naturaleza hipertermófilica del último ancestro común, empero, proviene de un modelo de evolución molecular desarrollado por Nicolas Galtier y sus colegas de las universidades de Montpellier y de Lyon. Aunque todas las filogenias moleculares están construídas con algoritmos que suponen que la probabilidad de substitución de los nucleótidos es esencialmente la misma, Galtier y sus colaborados hicieron uso de análisis estadísticos muchos más refinados y supusieron un proceso en donde en cada rama de cada linaje las substituciones son variables. Por otra parte, este grupo francés ya se había percatado de que el ARNr de los hipertermófilos es mucho más rico en enlaces G:C, que forman tres puentes de hidrógeno, que en el parejas A:U, en donde sólo hay dos puentes de hidrógeno. Al analizar sus bases de datos extrapolando al pasado con su modelo de substitución de ribonucleótidos, pudieron reconstruir una secuencia ancestral de ARNr 16S para el último ancestro común que tenía valores de G:C típicamente mesófilos.