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viernes, 12 de mayo de 2017

VACÚNATE CONTRA LOS ANTIVACUNAS

13 de abril de 2017 – Fuente: Muy Interesante (España)
Imagínate que estamos en el año 2066. La prensa del día destaca en portada que la esperanza de vida ha alcanzado un nuevo mínimo en España: 56 años. Mientras, una epidemia de sarampión infantil descontrolada pone en jaque a los servicios de salud. En la sección de sociedad se anuncia la apertura de cinco nuevos hospitales pediátricos para dar cobertura a los casos de poliomielitis, difteria, tétanos y rubéola, que no paran de multiplicarse. Una campaña de la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE) se ocupa de recordar a los lectores que hay más sordos que nunca, como secuela de los numerosos casos de meningitis. Y reivindica más accesibilidad para los miles de nuevos minusválidos que ha provocado la poliomielitis. Entretanto, en el panorama internacional los diarios miran a Japón, donde la epidemia de tos convulsa hace estragos.
No se trata de una distopía futurista improbable. En 2015, el caso de un niño gerundense de seis años que murió víctima de la difteria veintiocho años después de que se erradicara este mal en España sacó a la palestra los peligros reales de dar credibilidad a los movimientos antivacunas. Y es que los padres del crío habían decidido no vacunarlo con la triple bacteriana (difteria, tétanos y tos convulsa) por temor a sus supuestos efectos adversos. Ese mismo año, los visitantes del parque de atracciones de Disneyland, en California (Estados Unidos), se enfrentaban a un brote de sarampión infantil por causas similares. Si la tendencia a saltarse los protocolos de vacunación sigue, podrían reaparecer otras muchas enfermedades. Con más fuerza incluso. Lo cierto es que los argumentos que esgrimen los detractores de la inmunización no se sostienen ante las últimas cifras aportadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Cada año, las vacunas evitan el fallecimiento de cerca de tres millones de personas; es decir, el equivalente a la población de Roma. Por primera vez en la historia documentada, la inmunización ha logrado que el número de niños que mueren cada año caiga por debajo de los diez millones. A todo ello se suma que, según Patrick Zuber, responsable del grupo de seguridad de vacunas de la OMS, con los recursos disponibles “sería técnicamente posible prevenir cuatro millones de muertes más cada año por influenza, neumococos, rotavirus, rabia, cólera, tifus, meningitis epidémica y encefalitis japonesa”. Y hay más datos irrebatibles, como que la mortalidad mundial por sarampión se ha reducido en 74%. O que desde 1988 la incidencia de poliomielitis ha disminuido en 99%, pasando de más de 350.000 casos a 1.410 casos en 2010. Si las bondades de las vacunas son tan evidentes, ¿por qué dejan de usarse de forma masiva? ¿Cómo es posible que, mientras las autoridades sanitarias internacionales dedican el decenio 2011-2020 a hacer realidad la inmunización universal, se dé la paradoja de que en los países desarrollados muchos padres renuncian a la inmunización de sus hijos de forma voluntaria? En gran medida, porque las vacunas están siendo víctimas de su propio éxito, tal y como explicaban hace poco expertos españoles del Observatorio para el Estudio de las Vacunas: “A medida que las vacunas van logrando su objetivo de acabar con alguna temida enfermedad, y antes de poder celebrarlo, se abre el camino hacia el olvido de esa enfermedad”. Y a partir de ese momento se magnifica cualquier efecto adverso que surja de la vacunación. Efectos, por otro lado, inevitables, porque ni las vacunas ni ningún otro tratamiento terapéutico o preventivo pueden ser inocuos al 100%. Por supuesto que resulta fácil caer en el error de pensar que, como las dolencias prevenibles mediante vacunación están casi erradicadas en España, ya no hay motivos para inmunizarnos. Pero es rotundamente falso. Aunque no se produzca ningún caso en décadas, los agentes infecciosos que las desencadenan continúan circulando –y mutando y evolucionando– en algunas partes del mundo. “Si decidiésemos apagar todos los radiadores porque la calefacción ya ha funcionado y estamos calentitos, el frío volvería tarde o temprano”, propone como símil José María Bayas Rodríguez, especializado en medicina preventiva y salud pública en el Hospital Clínic i Provincial de Barcelona. “Lo mismo exactamente sucedería si dejásemos de usar vacunas: regresarían las enfermedades que han remitido”, matiza Bayas. Según el experto, no hay que perder de vista que “aunque nos olvidemos de las enfermedades, ellas no se olvidan de nosotros”. Lo que sí hay que reconocer es que, normalmente, las consecuencias de que un puñado de personas decida no vacunarse no son graves gracias a que existe la inmunidad colectiva: si la grandísima mayoría de la población está vacunada, los microbios lo tienen muy difícil para propagarse. Dicho de otro modo, cuando 99% de la población se vacuna, el 1% restante está bastante protegido aun sin inmunización. El verdadero peligro surge cuando el porcentaje de no vacunados aumenta por la moda de los antivacunas. Es entonces cuando los virus y las bacterias a los que habíamos perdido definitivamente de vista pueden volver a cruzar nuestras fronteras, propagarse y alcanzar a las personas desprotegidas, con consecuencias fatales.
Nos vacunamos para asegurar el bien común
De ahí que la OMS insista en que no solo nos vacunamos para protegernos a nosotros mismos: también para proteger a quienes nos rodean. “Los programas eficaces de vacunación, al igual que las sociedades eficaces, dependen de la cooperación de cada persona para asegurar el bien común”, apuntan desde la organización. Si en un colectivo muchos sujetos se decantan por no vacunarse –o no vacunar a sus hijos–, la inmunización del grupo desciende y es más fácil que surjan epidemias. Como pasó en California con el sarampión. Por si fuera poco, una investigación alemana advertía de que cada vez son más los casos de panencefalitis esclerosante subaguda (PEES), una enfermedad neurológica mortal que aparece en adultos que de niños pasaron el sarampión, y que podría cobrar fuerza. Ante esta realidad, el Gobierno australiano decidió quitar beneficios sociales a las familias que opten por la no vacunación. Y en algunos estados de Norteamérica no se permite escolarizar a los niños si no están inmunizados para evitar brotes infecciosos en los colegios. Según un estudio aparecido en la revista Policy Insights from the Behavioral and Brain Sciences, las personas que no se vacunan se pueden clasificar en cuatro perfiles:
1. Porque se confían. Se trata de gente que no está preocupada por su inmunización ni participan en debates; simplemente descuidan este aspecto de su salud.
2. Por comodidad. Aquí entran los individuos que dejan de vacunarse por pereza, porque les pesan más los inconvenientes de tener que pedir cita, adquirir las vacunas y desplazarse a la consulta.
3. Por recelo. Hablamos de gente desinformada con una visión distorsionada del riesgo de las vacunas, que explícitamente desconfía de la inmunización.
4. Por cálculo. Sujetos que sopesan los pros y contras de las vacunas, y suelen descartarlas cuando encuentran información contradictoria.
En general, lo que salta a la vista es que el origen del rechazo a las vacunas casi siempre parte de la desinformación. O, para ser más exactos, de una mala información.
En todo caso, de catapultar el miedo a las vacunas se encargó en 1998 el médico británico Andrew Wakefield. Aquel año, publicó en la prestigiosa revista The Lancet un estudio que aseguraba que la vacuna triple viral, que inmuniza contra el sarampión, la parotiditis y la rubéola, causaba autismo. Investigaciones posteriores demostraron que se trataba de un fraude, y que Wakefield había mentido intencionadamente. Al parecer, el investigador había difundido aquella falsa idea porque pretendía enriquecerse comercializando vacunas alternativas. La revista retiró el artículo, pero el daño ya estaba hecho. Destaparle y quitarle la licencia para ejercer la medicina no impidió que el supuesto informe impulsase el movimiento antivacunación en todo el mundo. Pese a que Wakefield ha sido claramente desacreditado, sus ideas se han mantenido vigentes, y el riesgo de autismo sigue siendo uno de los argumentos a los que más recurren los movimientos antivacunas. La mala información se ha difundido como la pólvora.
A los científicos les encanta encontrar fundamento a los comportamientos humanos, y el crédito que damos a la mala información no ha sido una excepción: también tiene una explicación científica. Según advertía el investigador italiano Walter Quattrociocchi hace poco, lo que hace que se disemine información falaz es el sesgo de confirmación. Es decir, la tendencia a prestar atención solamente a aquello que confirma las ideas, el sistema de creencias e incluso prejuicios que ya teníamos. Por supuesto, dejando de lado la información que los cuestiona o los contradice. Quattrociocchi también ha encontrado respuesta en la proliferación de las cámaras de eco; es decir, comunidades polarizadas que consumen el mismo tipo de información. Y que son cada vez más frecuentes gracias a las redes sociales. Dentro de ellas, asegura, se produce una homogeneización: las informaciones o creencias se repiten constantemente y se impide que entren visiones alternativas. Como consecuencia, es fácil que los integrantes del grupo acepten como válidas informaciones objetivamente falsas o poco infundadas. Ya sea el peligro de las vacunas, el escepticismo climático, una idea pseudocientífica o una teoría conspirativa. Además, el estudio demostró que en internet y en las redes sociales las noticias científicas se expanden de forma rápida, pero su interés decae en poco tiempo. En cambio, las noticias conspirativas son de lenta asimilación, pero gradualmente generan discusión, lo que permite que ganen atención y persistan. Otro punto a su favor. “En ninguna época de la historia hemos sabido tanto sobre medicina y, sin embargo, hoy proliferan las dietas milagrosas, se extiende de un modo imparable la homeopatía y hay quien considera muy esnob oponerse a la vacunación; todo ello sin base científica alguna”, reflexiona Bayas. “Pero lo cierto es que no se puede decir ‘no creo en las vacunas’, igual que no se puede afirmar ‘no creo en la redondez de la Tierra’, porque no son cuestiones de fe, sino de ciencia”, añade. Según una investigación reciente de la Universidad de California (Estados Unidos), para sacar de su error a los padres que secundan el movimiento antivacunas no hay que afanarse en demostrar que las inyecciones no causan ni autismo ni daños cerebrales. Es mejor poner todo el empeño en que conozcan los enormes riesgos que entraña dejar de vacunar a un niño: los estragos de la poliomielitis, la difteria y el sarampión, las muertes y las minusvalías que causan, sus posibles secuelas, etcétera. “Se han centrado en el riesgo de decir sí al pinchazo, pero han olvidado el riesgo de decir no”, defendían los investigadores, convencidos de que todavía estamos a tiempo de recordárselo.