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lunes, 20 de febrero de 2017

LA TRAGICOMEDIA ESPIROQUÉTICA

18 de enero de 2017 – Fuente: IntraMed (Argentina) – Autor: Dr. Oscar Bottasso
La historia de la medicina es pródiga en anécdotas de colores cambiantes, pero pocas han suscitado una paleta tan variada como la de la sífilis, otrora designada la gran imitadora al simular muchas otras enfermedades. Antes de contar con pruebas específicas, el reto diagnóstico para esta dolencia estaba cabalmente ejemplificado en aquella expresión “quien sabe sobre sífilis a la perfección, conoce toda la medicina”. De no recibir tratamiento (circunstancia con un lamentable historial), la sífilis progresa a través de tres etapas de gravedad creciente, el chancro como primoinfección; el secundarismo, en el cual puede constatarse fiebre, dolor de cabeza, lesiones en piel, boca, y adenopatías, entre otras. Finalmente, la implacable terciaria, con daños permanentes en el aparato cardiovascular y el sistema nervioso central. Su ascenso a la primera plana de la medicina tuvo a lugar en el siglo XVI, cuando se produjo una suerte de internacionalización nosológica reflejada en los distintos nombres que recibió, todos ellos ligados a cuestiones de procedencia geográfica. Los franceses la llamaron “la enfermedad napolitana”. Para retribuirles el favor, los italianos por su parte la bautizaron como “el mal francés”, mientras que en Portugal se hablaba de “la enfermedad castellana”. En India y Japón recibió el nombre de “la enfermedad portuguesa”, aunque también se utilizaron otros motes como “gran viruela” y “lúes venérea”. Parafraseando al Gran Tato, la culpa siempre la tiene el otro. Independientemente de los asuntos territoriales, el nombre que llegó hasta nuestros días fue acuñado por Girolamo Fracastoro (1478-1553), un vero dottore enciclopedico, versado en Medicina, Matemáticas, Astronomía, Geología, y la poesía. Inspirado como era, don Girolamo publicó en 1530 un poema en tres partes, Syphilis sive morbus Gallicus, y en el último de ellos se refiere a la historia del pastor Syphillus, quien adoraba a un rey mundano, y se ganó la maldición del Dios Sol. Para castigar a los hombres por tal blasfemia, el Sol lanzó rayos mortales de la enfermedad a la tierra. Syphillus fue la primera víctima de la nueva peste, pero, según la narrativa, la aflicción se extendió rápidamente. El análisis fino sobre los datos históricos acerca del origen de la sífilis es un fárrago de aquellos. Entre las especulaciones del mismo Fracastoro, sus contemporáneos, y colegas que posteriormente aportaron lo suyo, se conformó un escenario repleto de teorías, pero ninguna respuesta contundente. Algunos astrólogos de la época señalaron que el inicio de este flagelo venéreo se debía a una conjunción maligna entre Júpiter, Saturno y Marte ocurrida en 1485; la cual habría generado una ponzoña sutil que se fue extendiendo por todo el universo, Europa incluida. Por su parte la llamada teoría de Colón, apuntaba al Nuevo Mundo como aportante de una flora y fauna totalmente desconocida para los europeos, molestos de tener que colonizar con inconvenientes tan inoportunos. Desde esta visión, muchos médicos renacentistas afirmaron que la “gran viruela” había sido importada por don Cristóbal y sus tripulantes. El médico español Rodrigo Ruiz Díaz de Isla (1462-1542), podría haber sido el primero en señalar que los navegantes de las carabelas habían importado la sífilis a Europa. En un libro publicado en 1539, de Isla señaló haber tratado en 1493 a varios marineros con una enfermedad rara caracterizaba por lesiones en piel bastante repugnantes. Los informes redactados en 1525 por Gonzalo Hernández de Oviedo y Valdez, gobernador de las Indias Occidentales, indican que algunos marinos provenientes del Nuevo Mundo con lesiones sospechosas se alistaron en el ejército de Carlos VIII de Francia para el sitio de Nápoles en 1494. El rey Fernando de esta ciudad también contrató mercenarios, entre ellos marineros de Barcelona, puerto al que había regresado Colón. Transcurridas tres semanas, muchos sitiados decidieron pasar al servicio del rey francés, por lo que todos deben haber merodeado por los mismos lugares durante el tiempo libre. Cuando el ejército francés fue expulsado al año siguiente, las tropas (treponemas incluidos), emprenden el regreso a casa. Y el hombre, mucho más penetrandi que sapiens terminó avivando una epidemia como pocas. Mal que nos pese, la sífilis siempre tuvo un futuro promisorio. Una nonna varias veces mamá, que de tanto en tanto concurría al hospital, inculpaba su multiparidad a aquel “maledetto momentin”. Muchos datos circunstanciales abonaban la teoría colombina, sea por la cronología, la dispersión de la tripulación, navegantes devenidos soldados y su presencia en las regiones donde se reportaban los primeros casos, como así también el testimonio de los médicos, entre otros. De hecho, algunos historiadores atribuyeron el deterioro físico y mental de Colón a la sífilis, aunque otras explicaciones son igualmente plausibles. No obstante ello, las coincidencias no implican necesariamente causalidad. En un alegato americanista, vale la pena destacar, que el siglo XV fue una época de grandes viajes, expansión comercial y guerras, por lo que muchos pueblos previamente aislados se vieron expuestos de buenas a primeras a una vastedad de microorganismos “globalizados”, lo cual puede haber favorecido el surgimiento de varias enfermedades epidémicas, entre ellas la sífilis. La presunción de un acarreo treponémico desde el Nuevo Mundo habría cobrado validez de existir datos concluyentes sobre la existencia de sífilis por estas tierras previo al arribo de los colonizadores. En sentido inverso la documentación de sífilis en Europa con anterioridad a los viajes de Colón también habría aplacado las disputas. Lamentablemente, la identificación de la sífilis en la América precolombina y la Europa pre-moderna sigue siendo incierta y el debate persiste. Para aportar un poco más de ruido, también se plantea que la sífilis, como gran imitadora, podría haber pasado desapercibida entre los pacientes leprosos. Las referencias a “lepra venérea” o “lepra congénita” en la Europa medioeval son compatibles con esta presunción, pero aquí también hay que ser cautelosos. Para determinar si algunos de los que fueron catalogados de leprosos eran en realidad sifilíticos, los científicos han buscado lesiones luéticas en los huesos de las personas enterradas en los cementerios de leprosos. La evidencia no es concluyente. Inspirados que nunca faltan llegaron a plantear que el nuevo flagelo del siglo XVI surgía de las relaciones sexuales entre un hombre con lepra y una prostituta con gonorrea: teoría cruzada o de la mula microbiana, si se quiere. ¡Elucubraciones fisiopatológicas eran las de antes!
Asimismo es digno de mencionar la hipótesis africana o del pián. Según este supuesto, la sífilis era parte del bagaje de calamidades que los conquistadores habían llevado al Nuevo Mundo, algo así como un “mix” de gérmenes africanos y europeos. Con los nativos americanos muy cerca de la extinción por la viruela y otras pestilencias, los europeos decidieron llevar esclavos al Nuevo Mundo. Al parecer, la población negra estaba infectada con Treponema pallidum pertenue, agente causal del pián, una enfermedad de la piel, huesos y articulaciones. Los cambios climáticos y la vestimenta habrían impedido el contacto habitual, con lo cual a la espiroqueta no le quedaba otra que apelar a la transmisión sexual como estrategia de supervivencia. Sin dejar de ser atractiva, el basamento de la teoría también suena fortuito. Dada la larga historia de las relaciones entre Europa y África, el pián podría haber sido introducido en la zona de inmediación entre ambos continentes siglos antes del descubrimiento de América. Por lo tanto, sería necesario algún otro evento disparador para la epidemia del siglo XV. Para sumar un ingrediente más a la gran confusión, tampoco existía una delimitación nosológica entre sífilis y gonorrea. Y los intentos de separar las aguas no fueron esclarecedores. En el siglo XVIII, el médico británico John Hunter (1728- 1793) decidió autoinyectarse con material tomado de un paciente con una enfermedad venérea (algunos dicen que en realidad fue su sobrino quien ofició de cobayo). De acuerdo con los datos recabados, Hunter señaló que la gonorrea era un síntoma de la sífilis. Muy desafortunadamente el paciente de quien se tomó el material habría padecido ambas enfermedades. A las disparatadas interpretaciones en torno al surgimiento de la sífilis, los tratamientos instaurados también fueron objeto de una gran imaginativa. Fracastoro creía que, en sus inicios, la enfermedad podía ser curada por un régimen estrictamente controlado basado en la realización de ejercicios intensos causantes de sudores bien profusos. Producido el tocamiento visceral, la cura requería terapias tan agresivas como la enfermedad. En otro rapto de ensoñación, el amigo Girolamo narra la historia de Ilceus, un joven que mata a un ciervo sagrado de Diana, ante lo cual su hermano Apolo lo castiga con una enfermedad. Los dioses habían jurado que no se encontraría remedio para ella. La diosa Callirhoe se apiada del cazador y le enseña las bondades sanadoras de los metales. Ilceus (una versión posterior del escrito también incluye a Syphilus) viaja a una caverna en lo profundo de las entrañas de la tierra y allí es curado por las ninfas que lo sumergieron en un río de mercurio (Hg por Hydrargyrum). Dicho sea de paso, los médicos eran muy afectos a combinar el “argento vivo” con otros compuestos, por ejemplo el tocino, la trementina, el incienso, el plomo y el azufre. Fracastoro optaba por un compuesto rico en mercurio (el eléboro negro) y azufre. Embadurnado con esta mezcla, el paciente se cubría con lana y permanecía en cama hasta que la enfermedad saliera del cuerpo en un mar de sudor y saliva. También existía una dieta de emaciación que empleaba espartano, purgas, sudoríficos y mercurio; que también servía para perder peso. La ligazón entre sífilis y este metal líquido trazaría sus raíces en la pretendida efectividad del mercurio en enfermedades cutáneas, entre ellas la sarna. Por analogía los ungüentos mercuriales también debían ser eficaces en las lesiones sifilíticas. Los más osados tuvieron una lista tan larga de pacientes que más de un alquimista trasnochado los habría envidiado al ver que el mercurio derivaba en arcas repletas de oro. Con el tiempo el encantamiento mercurial se fue desgranando. Si bien a principios del siglo XIX, algunos médicos advirtieron que la salivación excesiva y úlceras en la boca eran señales de “irritación mercurial mórbida”, las sospechas sobre los peligros del mercurio ya estaban presentes hacia finales del Renacimiento. Bernardino Ramazzini (1633-1714), en su libro sobre enfermedades laborales, dedica un capítulo referido a aquellas observadas en quienes aplicaban el untamiento mercurial. En el texto menciona que la clase más baja de cirujanos realizaba estas prácticas, no así los médicos adinerados, puesto que era una tarea peligrosa y riesgosa. En la medida de reconocerse que la salivación abundante no era un signo de eficacia terapéutica, los tratamientos con dosis más bajas de mercurio fueron ganando terreno. El mercurio también tuvo sus competidores. En los años álgidos de la propagación sifilítica, se empezó a utilizar el guayacán, un producto extraído de un árbol de las Indias Occidentales, la madera santa. Para explicar el descubrimiento de este remedio, Fracastoro (a quien ya podríamos nominar para un Oscar de las rapsodias), proveyó otra narración sobre marinos españoles que habían visto cómo nativos del nuevo mundo se curaban la sífilis a partir de la madera santa. La lógica de don Girolamo infería que el remedio debía provenir de la misma región en que se había originado la enfermedad. Los pacientes pudientes pasaron a ser tratados con este producto, mientras que los mercuriales se reservaron para los pobres. Paracelso, fierísimo mercurialista, retrucó que muchos médicos estaban engañando a los enfermos al promover un tratamiento costoso e inútil. En la vereda de enfrente, Ulrich von Hutten Ritter (1488-1523), afectado de la enfermedad venérea, publicó en 1519 un relato personal sobre el guayaco. Tras haber sido sometido a 11 sesiones de mercurio durante nueve años, el paciente refirió que el guayaco lo había curado completamente. Don Ulrich murió unos años después de su declarada curación, aparentemente a raíz de un terciarismo. La madera santa siguió siendo empleada por poco más de un siglo, mientras que el mercurio llegó a ser utilizado hasta la primera mitad de la pasada centuria. La utilización de mercurio seguramente fue una de las “inventivas” más salientes en la historia de la medicina. Con el transcurso del tiempo y a contrapelo de tantas declamaciones, surgieron datos observacionales que no abonaban los declamados beneficios mercuriales. Un reporte del año 1812 a cargo del Inspector General de Hospitales del Ejército portugués hizo una observación cuasi experimental muy llamativa en ocasión de las operaciones militares británicas llevadas a cabo en Portugal. La mayoría de los soldados portugueses afectados de sífilis no recibían tratamiento, procedimiento al que sí estaban sometidos los integrantes de la tropa británica. A diferencia de lo que podía esperase, los soldados lusitanos parecían recuperarse más rápidamente y mucho mejor que la contraparte anglo-sajona. Un siglo después, un seguimiento 14 a varios miles de pacientes sifilíticos en Noruega (1891-1910), indicó que al menos 60% de los enfermos no tratados había experimentado un menor número de problemas respecto de los pacientes sometidos a mercuriales. En 1905, Fritz Schaudinn y Paul Hoffmann identificaron el agente causal de la sífilis, la espiroqueta pálida, que más tarde pasó a llamarse Treponema pallidum. Hideyo Noguchi confirmó rápidamente el descubrimiento. El cribado diagnóstico se hizo posible en 1906, cuando August von Wassermann desarrolló un análisis de sangre específico para la sífilis. Poco después de la identificación del treponema, la aparición de una prueba serológica y la introducción de la penicilina en 1943, se contó con una base racional para el seguimiento de los pacientes tratados y la puesta en marcha de campañas dedicadas al control de este flagelo. Visto a la distancia y bajo el mandato de brindar beneficio al sufriente sea cual fuere su dolencia, el uso médico de mercurio y otros tantos productos puede ser entendido como una suerte de compulsión de aliviar al enfermo, casi inquebrantable. Hasta ahí podríamos coincidir. La cuestión se presenta cuando a poco de hurgar en torno a la justificación que sostiene tal o cual recomendación nos topamos con una base empírica poco sólida. Si bien es cierto que en aquella incipiente modernidad el método aún no contaba con el recorrido que hoy ostenta, sí estábamos advertidos de separar la doxa de la episteme. Por su parte, el siglo XVII nos advertiría que los supuestos se sostienen desde lo fáctico. Hechos donde también podía colarse la confusión, ya que por la naturaleza a veces impredecible de la sífilis, existían casos donde algún determinado compuesto parecía ser efectivo cuando en realidad se debía al genio antojadizo de la enfermedad. En esa terna de credulidad, que atravesaba tanto a la sociedad como a los mismos médicos, “sífilis-mercurio-curación”, la sola insinuación de un estudio comparativo donde un grupo de pacientes no fueran sometidos al tratamiento estándar habría recibido una clamorosa reprobación. Es claro que el conocimiento termina instalando una creencia. Cuando procuramos conocer, apuntamos a acrecentar aquellas que sean auténticas, como para situar las cosas en su justo lugar. A veces se elaboran afirmaciones que sólo sirven para auto-engañarnos y otras tantas teñidas de autenticidad no trazan su origen en un conocimiento obtenido correctamente. Por suerte existen las “verdades justificadas”, sustentadas en evidencia firme, aunque nunca llegarán a ser absolutas. Todos anhelamos embebernos de creencias ciertas y la investigación nos ayuda a identificar aquellas que efectivamente lo son y no por una simple chance. Hemos arribado a un punto donde el andamiaje metodológico es lo suficientemente sólido como para despejar falacias. A pesar de ello, y no infrecuentemente, asistimos a exposiciones con una “liturgia” muy bien cuidada, en que los hechos son sobre-interpretados (y a veces hasta forzados a encajar), a la luz de teorías prevalentes. Todo ello sazonado con abundante retórica como para que el auditorio resulte embelesado. ¿Será que en nuestra recóndita humanidad seguimos aguardando a los dioses?
El Dr. Oscar Bottasso es médico, investigador superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Rosario, Argentina