1 de junio de 2012 – Fuente: Historia de Iberia Vieja (España)
“Sea cual fuere la suerte que con el transcurso de los siglos toque a España, que como los medos, como los asirios, como otros grandes pueblos desaparezca de la escena de las naciones, que no se encuentren ni vestigios de su lengua, ni monumentos de su historia; que la península misma se hunda en el océano y su sitio llegue a ser un problema en la posteridad, siempre se conservará ilesa la memoria de esta expedición filantrópica. Sobrevivirá a la misma Europa y no acabará mientras quede algún pueblo ilustrado encima de la tierra”.
Elogio de la expedición Balmis, por Don Francisco Antonio Zea, publicado en el Semanario de Agricultura y Artes el 11 de febrero de 1808.
Una hazaña inmortal
Quien lea el texto de elogio a la expedición Balmis con que se abren estas letras, se preguntará a qué gran gesta se estará refiriendo, ¿qué pudo ser tan grande como para merecer tal exageración? Ciertamente, la pluma del cronista camina por un terreno que va mucho más allá del simple reconocimiento, otorgando a esa expedición carta de odisea inmortal. Sí, en su tiempo se consideró, no sólo en España sino también en gran parte del planeta, como una de las gestas científicas y filantrópicas más grandes jamás realizadas. Hoy, sin embargo, apenas es recordada gracias a algunas novelas y al trabajo de un reducido número de especialistas en historia de la medicina. Aquello, que parecía propio de un trabajo de Hércules, duerme hoy arropado por el polvo que acumulan los viejos libros de historia que apenas son visitados por el común de los mortales. Pero, y he aquí lo más terrible, también la memoria de la enfermedad que fue combatida en aquella expedición comienza a languidecer. Si se menciona hoy la palabra viruela, ya no recorre el espinazo de quien lo escuche un escalofrío de terror, si acaso vendrán a la mente algunas imágenes borrosas de gentes manchadas por costras indefinidas y poco más, como si de un mal recuerdo perdido en la historia se tratara. Y, sin embargo, la viruela acompañó a la humanidad mucho tiempo, demasiado, causando horrendos padecimientos. Así, por ejemplo, se refería a la viruela el Semanario Pintoresco Español en 1836, cuando ya la vacuna estaba haciendo retroceder al monstruo:
“De tiempo inmemorial hasta los últimos años del pasado siglo reinaba en el mundo una enfermedad cruel que alarmaba a todas las madres, diezmaba todas las familias e imprimía un sello indeleble en el semblante del triste que le pagaba su tributo. Esta enfermedad era la de las viruelas, contagio funesto, epidemia terrible que dormitando sin cesar en la sangre se despertaba a veces con furor, extendía su desolación y desfiguraba para siempre a los que no hacía sucumbir. ¡Cuántas veces una mujer célebre por su belleza, un tierno infante, orgullo y esperanza de su madre, se convertían en pocos días en un objeto desgraciado y casi repugnante a la vista!”
La Expedición Balmis, que describiré someramente más adelante, tuvo como objetivo una de las más nobles hazañas médicas de todos los tiempos, a saber, vacunar a cuantos se pudiera a lo largo del mundo, no sólo en posesiones españolas, para intentar que el fantasma de la viruela dejara de reinar con su característico y desagradable manto de erupciones purulentas en la piel. Pero, lo que en su época se tomó como gran gesta, ha pasado a languidecer, casi como simple anécdota histórica y poco más. Sirvan estas palabras para, al menos, descubrir a quien no lo conozca, la figura de quien llevó a cabo aquella aventura y, también, como recuerdo de una de las más terribles enfermedades que han atemorizado a la humanidad durante milenios.
La terrible viruela
La viruela se transmitía mayormente por contacto directo con una persona infectada o con objetos contaminados con fluidos procedentes de alguien infectado. Al contrario que sucede con otras enfermedades infecciosas, eran los seres humanos los únicos portadores del virus de la viruela, que nunca se transmitió por vía animal. Si me expreso en pasado es porque la viruela forma, junto con la peste bovina, el minúsculo grupo de enfermedades que han sido completamente erradicadas gracias a las campañas de control y vigilancia llevadas a cabo en todo el mundo. Por lo general, una persona infectada comenzaba mostrando síntomas como fiebre alta para, posteriormente, empezar a poblarse de horrendas erupciones en la piel. Un número considerable de los infectados terminaba por sucumbir en medio de terribles dolores. Por desgracia, la enfermedad ya era contagiosa cuando todavía las erupciones no habían aparecido, con lo que la prevención del contacto con alguien infectado era algo problemático. Quien lograba sobrevivir a la enfermedad quedaba inmunizado contra ella pero, en muchas ocasiones, mostraba de por vida marcas en la piel causadas por los estragos de la enfermedad. Nunca existió un tratamiento realmente efectivo contra la enfermedad y la única forma de librarse de ella consistía en vacunarse. Pero, aunque desde finales del siglo XVIII ya existía la vacuna que protegía contra la viruela, esta enfermedad continuó aterrorizando al mundo hasta que, en una decisión memorable, la humanidad llevó a cabo un esfuerzo de vacunación a nivel global. A mediados del siglo XX todavía había millones de infectados cada año, por lo que el esfuerzo del Programa de Erradicación Mundial de la Viruela debió ser enorme. Pero valió la pena, el virus estaba acorralado y finalmente, en 1977, se localizó al último caso conocido de viruela en un lugar de Somalia. Realmente, el último caso de la enfermedad tuvo lugar en Gran Bretaña en 1978, cuando falleció una mujer expuesta al virus accidentalmente en un laboratorio, pero es el caso de Somalia el que se toma como referencia por ser el último de origen natural conocido. En 1980 se anunció oficialmente que la viruela era ya una enfermedad erradicada por completo. Hoy ya no se vacuna a nadie contra la viruela, pues la enfermedad no existe, aunque quedan algunas muestras del virus en laboratorios de alta seguridad de Rusia y de Estados Unidos. La conservación de las muestras puede considerarse un riesgo y, sin embargo, también puede ser de utilidad, pues los mecanismos de actuación del virus son todavía poco conocidos y la investigación sobre ellos continúa. Se terminó así con uno de los principales enemigos de la humanidad. El virus Variola venía atacando desde hacía milenios y periódicamente devastó poblaciones de todo el orbe en forma de terribles epidemias que llegaban a terminar con la vida de hasta un tercio de los infectados y, en algunos episodios, hasta a más de la mitad de ellos. Esas epidemias asolaron al Viejo Mundo pero dejaron libre a tierras americanas. Por desgracia, el contacto con los europeos expuso a los nativos americanos al virus, contra el que no tenían ningún tipo de defensa. La extensión de la viruela en América desde el siglo XVI fue horrible. La conocida como variolización fue el primer método conocido para intentar prevenir la aparición de la enfermedad. En Asia se venía empleando esta técnica desde muy antiguo. Consistía en insuflar en las cavidades nasales de alguien sano polvo procedente de costras de una persona que estuviera ya en la última fase de la enfermedad, con lo que se conseguía cierto grado de inmunidad. A lo largo del siglo XVIII se puso de moda en Europa inocular con pus variólico a seres humanos para impedir así la aparición de la enfermedad. El resultado era una forma de viruela atenuada que rara vez se complicaba. Al cabo de unos días el inoculado quedaba inmunizado frente a la viruela, aunque el procedimiento tenía sus riesgos. Y, sin embargo, apareció una solución que siempre había estado ahí, mirando de frente a la aterrada población. No se conoce reservorio animal para el virus de la viruela humana, ya que el virus no sobrevivía fuera de un huésped humano, pero éste tiene cierto parentesco genético con el virus de una enfermedad de las vacas que genera síntomas similares. El método empírico para encontrar la solución final llegó a su punto culminante en 1796 cuando el célebre Edward Anthony Jenner comenzó su investigación para dar lugar a la vacuna de la viruela. Todo partió de un experimento con material procedente de pústulas de la mano de una granjera que se encontraba infectada de viruela bovina, que puede afectar a los humanos de forma leve. Al inocular con esa muestra de viruela bobina a un niño, descubrió que podía protegerle contra la terrible viruela humana, pues en un experimento que hoy no superaría ninguna prueba de ética científica, le inoculó al cabo de un tiempo la viruela humana sin detectarse ningún síntoma posterior de la enfermedad. Nació así la vacunación y la puerta para terminar con la viruela se abrió por completo.
La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna
En realidad Jenner, ni sus contemporáneos, lograron entender nunca por qué inocular pus procedente de alguien afectado por la viruela bovina podía proteger del virus de la viruela humana, cosa que hasta la llegada de los estudios genéticos no se logró desentrañar. Pero poco importaba, la observación de los hechos llevó a la solución, pero había otro problema: ¿cómo difundir el método por todo el mundo? La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, o Expedición Balmis, contribuyó con un enorme esfuerzo a difundir la vacunación más allá de Europa. Los objetivos y resultados de la expedición fueron tan impresionantes que, no solo científicos y sabios europeos, sino gobiernos de medio mundo, e incluso el mismísimo Jenner, saludaron con enorme admiración una gesta como aquella. Todos quedaron impresionados por lo que una misión aparentemente imposible podía lograr cuando se pone el suficiente empeño y conocimiento en juego. Aunque apenas es recordado, Francisco Javier de Balmis y Berenguer, médico y militar español que nació en Alicante en 1753, cambió el mundo, literalmente, salvando la vida de millones de personas. Siendo médico en la corte de Carlos IV, fue el encargado de organizar y llevar a cabo toda una expedición científica para propagar la vacuna de Jenner en América. La idea había sido tomada de muy buen modo por el rey, que decidió patrocinar a Balmis para llevar a cabo la expedición. Todo partió de un ruego llegado de las colonias americanas, que sufrían el azote de las epidemias de viruela. Carlos IV ya sabía lo que la viruela podía provocar, pues su hija, la infanta María Luisa, había padecido la enfermedad, tras lo cual ordenó inocular a sus hijos y no reparó en gastos a la hora de apoyar el proyecto de otro de sus médicos de cámara, el Dr. José Felipe Flores. Fue Balmis el encargado de materializar la aventura. No sólo era un excelente médico y conocía a la perfección las técnicas de Jenner y sus contemporáneos en lo que a vacunaciones se refiere, sino que ya había viajado a América y conocía muy bien cómo manejarse en aquellas tierras. La Junta de Cirujanos de Cámara estudió minuciosamente el proyecto final de Balmis. El veredicto fue tan positivo que la expedición logró toda la financiación necesaria y el apoyo real sin restricción alguna. El primer día de septiembre de 1803 el rey Carlos IV ordenó la emisión de un edicto que debía dirigirse a todos los territorios españoles de América y Asia, donde la vacuna de Jenner todavía no había llegado. En aquel edicto quedaba fijado el objetivo de la expedición de Balmis en términos que no dejaban lugar a dudas. Debían ser vacunadas las masas sin ninguna restricción y de forma gratuita, también debía enseñarse a los médicos locales cómo se preparaba la vacuna y cómo se administraba, se obligaba a las autoridades locales a colaborar y a llevar un registro de las vacunaciones, además de contar con la infraestructura necesaria para mantener en condiciones adecuadas suero vivo para nuevas vacunaciones. La orden real sorprendió a todos en Europa. Aquello era algo que no se veía todos los días, todo un gobierno de una potencia europea poniendo a disposición los recursos necesarios para llevar a cabo una expedición filantrópica, sin otro motivo que la de salvar vidas y sin ningún interés comercial. El método ideado para transportar la vacuna fue realmente original. En el detallado proyecto de la expedición se determinó que viajaran veintidós niños procedentes de un orfanato de La Coruña. Ellos serían los portadores vivos de la vacuna, quienes llevarían la esperanza a América y más allá, dentro de sí mismos, antes de regresar a España. El 30 de noviembre de 1803 partió del puerto de La Coruña, bajo el mando del teniente de fragata de la Armada Pedro Joaquín del Barco y España, la corbeta María Pita, siendo director científico de la expedición el propio doctor Balmis, acompañado de un numeroso grupo de médicos y enfermeros así como militares, personal de apoyo y un cargamento repleto de instrumentos médicos para vacunaciones, aparatos científicos como máquinas neumáticas capaces de crear el vacío entre las laminillas destinadas a conservar la linfa, termómetros y otros aparatos, además de medio millar de ejemplares de un tratado sobre vacunación. Todo ello debía ser debidamente distribuido por cada territorio para facilitar que las vacunaciones fueran un éxito allá donde llegara el material. El viaje no fue nada sencillo, pero los resultados merecían cualquier tipo de esfuerzo. La población de Canarias fue la primera en beneficiarse de la llegada del barco de Balmis. Cientos de personas fueron vacunadas y los médicos locales contaron a partir de entonces, como sucedió en el resto de lugares de la ruta, con los medios adecuados para mantener el preciado material médico y vacunar a los lugareños. En enero de 1804 la expedición llegó a Puerto Rico, donde se repitió el mismo proceso. Siempre hubo dificultades, sobre todo por la negativa de muchos a vacunarse por miedo o por desconfianza, más que nada porque no entendían cómo un corte en la piel podía protegerles contra la terrible viruela o, lo que era peor, temían contagiarse por vacunarse. En estos casos fue el apoyo incondicional de la Iglesia el factor que favoreció el éxito de Balmis y su equipo. La corbeta visitó Venezuela, desde donde la expedición se dividió en varios grupos para llevar la vacuna tierra adentro, extendiendo su acción por todo el sur de América, desde Perú hasta el extremo sur del continente. En mayo llegaron a Cuba, desde donde pasaron a México al caer el verano. Toda Nueva España recibió con esperanza a los emisarios de Balmis que iban extendiendo la vacuna por doquier, una vacuna que llegó incluso a los lejanos territorios de lo que hoy son Texas y California. Completada la labor en América, el grupo de Balmis partió hacia las islas Filipinas, acompañados por niños mexicanos que servían de portadores vivos de la vacuna y que debían regresar a su tierra una vez concluida la misión. A mediados de abril de 1805 la expedición llegó a Manila tras un penoso viaje por el Pacífico. Pero, he aquí que la misión oficialmente debía haber concluido, pero Balmis decidió ir mucho más allá. Acompañado por varios miembros de su equipo científico y tres niños portadores de la vacuna, partió a bordo de un buque portugués hacia Macao. Sobrevivieron a tempestades y al peligro de los piratas. Y, así, de manera inesperada, la vacuna de la viruela llegó a China y fue adoptada incluso por las autoridades británicas en sus colonias, puesto que a pesar de haber intentado introducir la vacuna en sus territorios, nunca habían logrado un método efectivo para ello. Fue el sistema de Balmis, con sus niños portadores de la vacuna, la forma que asombró al mundo para llevar hasta el más inhóspito rincón el arma contra la enfermedad. La corbeta ‘María Pita’ zarpando de uno de los puertos del Caribe (1803- 1804). Grabado de Francisco Pérez. El respeto hacia Balmis era ya entonces tan grande que, de regreso a España, el médico logró convencer a las autoridades británicas de Santa Elena para adoptar la vacuna, una medida a la que no habían accedido hasta entonces ni a pesar de los consejos de los médicos ingleses. Pero la presencia de Balmis y su buen hacer científico fue más que suficiente para cumplir su misión en aquel rincón del Atlántico. Llegado el verano de 1806, el médico alicantino pudo por fin descansar tras dar la vuelta al mundo. Fue recibido como un héroe por el rey y por toda la población, en toda Europa y en América no se hablaba más que de la aventura de los portadores de la vacuna. Y, durante décadas, las juntas de vacunación creadas por el equipo de Balmis a lo largo de medio planeta continuaron con su labor para acabar con la viruela, dando buen uso a lo aprendido de un grupo de sabios cuya única meta fue la de combatir a tan terrible enemigo allá donde se encontrara.