20 de marzo de 2017 – Fuente: El País (España)
En casi todos los libros, artículos y reseñas científicas aparece el nombre del científico belga Peter Karel Piot como descubridor del virus del Ébola. Y sí, fue él quien en 1976 analizó las muestras de sangre procedentes del Congo que le llevaron a la conclusión de que estaba ante un nuevo y peligroso patógeno. Sin embargo, esas pruebas no llegaron a Antwerpen por arte de magia sino que tienen detrás el esfuerzo y el riesgo asumido por el doctor congolés Jean Jacques Muyembe, de 74 años, considerado oficialmente como codescubridor del virus pero casi siempre ensombrecido por su colega europeo. Ahora que se cumple el tercer aniversario del comienzo oficial de la peor epidemia de enfermedad por el virus del Ébola de la historia, declarada el 22 de marzo de 2014, vale la pena recordar su historia y escuchar a este veterano virólogo cuando advierte: “las epidemias globales del futuro vendrán de África, no debemos bajar la guardia”. En 1976, Muyembe era el único virólogo de toda la República Democrática del Congo, entonces llamada Zaire. Con sus estudios recién terminados en Bélgica, esta joven promesa de la ciencia congolesa daba clases en la Universidad de Kinshasa hasta que un día recibió una inquietante llamada del Ministerio de Sanidad. “Una enfermedad misteriosa está matando a la gente en la misión católica de Yambuku. Debes ir a averiguar de qué se trata”, le dijeron. Junto a un médico epidemiólogo del Ejército, Muyembe viajó en avión militar hasta Bumba y luego recorrió por carretera otros 120 kilómetros. No tenía idea de a lo que se iba a enfrentar. “Por los síntomas que me habían explicado, pensaba que podía ser fiebre tifoidea o fiebre amarilla, pero estaba equivocado”, asegura. Llegaron sobre las 20:00 horas. “El hospital estaba vacío, todo el mundo había huido, así que comimos algo y fuimos a dormir”, explica. Pero la noche estuvo lejos de ser tranquila. En pocas horas murieron tres monjas, enfermeras del hospital, así como una mujer embarazada. Al correrse la voz de que habían llegado dos médicos desde la capital, la gente empezó a volver a la misión. “Examinamos a varios enfermos, todos tenían los mismos síntomas, fatiga, astenia, fiebre, dolores de cabeza y articular”, recuerda. Muyembe, pensando aún en la fiebre tifoidea, comenzó a sacarles sangre para analizarla. Sin embargo, ocurría algo extraño. “Cuando pinchaba para extraer la muestra, la sangre no dejaba de correr, no coagulaba. Era algo raro. Yo estaba sin guantes y me caía por las manos, no tenía ni idea del peligro que estaba corriendo”, asegura. Después, los dos médicos fueron hasta la habitación donde estaban las tres monjas fallecidas y les tomaron muestras del hígado. En el hospital las cosas iban de mal en peor, otra religiosa estaba con fiebre y, al examinarla, presentaba erupciones rojas en el cuerpo. “Nuestra misión en Yambuku era de una semana, pero decidimos volver ese mismo día a la capital para analizar las muestras. Decidimos llevarnos con nosotros a la hermana enferma”, revela. La monja fue directamente al hospital, donde empezó a recibir tratamiento para fiebre tifoidea, pero no respondía a los medicamentos y días después falleció. “Tras guardarlas en mi casa la primera noche, llevé las muestras a mi laboratorio desde donde las envié al Instituto de Medicina Tropical de Antwerpen, en el que trabajaba el Dr. Piot. Allí vieron que se trataba de un virus con una morfología similar a la del virus de Marburg”, que también provoca fiebres hemorrágicas. Mientras tanto, en Zaire, “empezó a cundir el pánico. Estaba claro que se trataba de una enfermedad grave así que comencé a medirme la temperatura con asiduidad. Incluso decidí dormir en el garaje unos días, alejado de mi mujer y mis dos hijos”. Al final, se confirmó que se trataba de un nuevo y letal virus al que bautizaron Ébola en honor a un pequeño río cercano a la localidad donde se produjo el brote. Muyembe cree que le salvó el gesto de lavarse las manos tras atender a cada paciente, tras cada toma de muestras. “Aún recuerdo aquellos seis tubos que llevé a mi casa, que trasladé luego al laboratorio sin ninguna protección. Pasé al lado de la muerte, pero no me tocó”. Desde aquel primer brote conocido, este virólogo y profesor de Microbiología ha participado en el control de casi todas las epidemias de enfermedad por el virus del Ébola que se han producido en África. Incluida la que se declaró oficialmente en Guinea el 22 de marzo de 2014 y se extendió rápidamente y fuera de control por Sierra Leona y Liberia, convirtiéndose en el peor brote de la historia con cerca de 29.000 personas contagiadas y más de 11.000 muertes.
“África Occidental no estaba preparada, les tomó por sorpresa. La gestión del brote comenzó mal, se puso el foco en los centros de tratamiento en lugar de hacerlo en el diálogo con la población y en el compromiso con la comunidad. No hubo buena coordinación, cada actor iba por su lado”, asegura el especialista congolés, quien se ha mostrado muy crítico con el papel desempeñado por la Organización Mundial de la Salud (OMS): “No contaba con personal experto ni con gente preparada para una reacción rápida, no jugó el papel de coordinación que se esperaba de este organismo. Incluso tardó mucho en declarar la emergencia global. Fue un caos”. Hoy en día, el Instituto Nacional de Investigación Biomédica (INRB) que preside Muyembe en un coqueto rincón de Kinshasa, imparte formaciones de respuesta rápida para futuras epidemias de enfermedad por el virus del Ébola. “Ya se sabía que el virus estaba circulando por el continente, pero también se sabe que su extensión es debida a los problemas que tenemos en África. Las epidemias se producen en países donde ha habido conflictos o que presentan carencias, donde no hay buena infraestructura sanitaria o está destruida, donde no funciona la vigilancia epidemiológica, en hospitales donde no hay agua, ni desinfectante, nada. En un contexto de pobreza, la enfermedad se extiende y es letal”. De la epidemia de 2014-2016, Muyembe extrae algunas lecciones. “Sabíamos que el virus estaba circulando por el continente, pero pensábamos que no podía llegar a Europa o Estados Unidos. Este brote ha enseñado al mundo que los virus pueden atravesar fronteras sin visado y que donde debemos pararlos es en origen. Tenemos que investigar más y reforzar la vigilancia en África porque aquí estamos muy en contacto con una naturaleza que aún no conocemos del todo, con el bosque, con animales salvajes. África es el punto de partida de nuevas enfermedades que vendrán y que pueden ser muy peligrosas si no estamos alerta”. El especialista repasa algunos brotes recientes para ilustrar su afirmación, como la fiebre amarilla que se originó en Angola el año pasado y llegó hasta China o el caso del virus Zika, que se detectó en Uganda en 1947 y que al salir del continente gracias a la expansión del mosquito transmisor se convirtió en un peligro público provocando microcefalias en recién nacidos. “La ciencia tiende a olvidarse de los virus africanos, pero los transportes, la globalización, el cambio climático están haciendo que esos virus salgan del continente”. En el INRB de Kinshasa, inaugurado en 1984, decenas de especialistas al mando de Muyembe se ven las caras cada día con dolencias tropicales que afectan y matan a miles de personas cada año, como la oncocercosis, la tripanosomosis africana o la filariosis, que cuentan con escasa financiación del mundo desarrollado. Este médico congolés, amable y bromista, que un día anticipó que la enfermedad por el virus del Ébola se podía combatir con la sangre de los supervivientes, tal y como se demostró luego pese al rechazo de la ciencia occidental, sigue mostrando el camino. “Las enfermedades hoy olvidadas pueden ser un peligro para todos”, culmina.